martes, septiembre 27, 2005

El "Experimento" chileno (y V)

Democracia y Marxismo-Leninismo

Los sucesos de Chile que culminaron con el derrocamiento y muerte de Salvador Allende tuvieron una resonancia mundial porque se ha querido ver en ellos la prueba de que la libertad es un obstáculo para la reforma de las estructuras económicas y sociales en favor de la mayoría, y una demostración de que el sistema democrático es insincero, porque admitiría la participación de la opinión marxista en el debate político democrático, pero negaría la posibilidad del ejercicio de un poder marxista ganado por los votos, dentro de los mecanismos de la democracia. Pero tal interpretación es falsa, y logra su efecto por un audaz cambio de papeles entre el culpable y la víctima. Lo que quedó probado una vez más en Chile es algo por demás sabido: la incompatibilidad del marxismo-leninismo con la democracia.


La democracia es, por su misma naturaleza, un sistema en el cual el poder está repartido, fragmentado, disperso. Se asienta la democracia en el postulado, explícito en todas las Constituciones democráticas, de que el poder no debe estar jamás concentrado; y en la premisa de que son respetables las opiniones, los intereses y hasta los prejuicios de las minorías. El ánimo democrático es dubitativo. Admite por principio que tanto los Poderes Públicos como la mayoría que ha delegado en ellos la soberanía, no por ello tendrá razón en todo, y ningún derecho el resto de la sociedad. De manera que el arte de conducir democráticamente a los pueblos consiste en no comprometer el gobierno a la colectividad por ninguna vía irrevocable mientras no exista un consenso prácticamente unánime sobre la conveniencia de cerrarse la sociedad para siempre todas las demás opciones.


Por lo mismo, y de manera esencial, la democracia supone la posibilidad de una armonización suficiente de los intereses antagónicos de los individuos y de las clases sociales. No cae la democracia en la bobaliconería de sostener que no hay antagonismos sociales e inclusive tensiones que merezcan llamarse lucha de clases, pero los supone conciliables en una medida que sea, en todo caso, infinitamente preferible a la guerra civil o a la tiranía. En consecuencia, los demócratas sinceros se esfuerzan por conciliar los conflictos sociales, por arbitrar transacciones que sin ser perfectas o sin satisfacer por completo a las partes antagónicas, excluyan el odio y la tolerancia como motores de los actos de los individuos y de los grupos, preserven a la sociedad de ese "juicio de Dios" que es la violencia, con su consecuencia de segura victoria del más fuerte, y de opresión o exterminio igualmente seguros de los débiles.


En contraste el marxismo-leninismo aconseja exacerbar los conflictos sociales, la lucha de clases por todos los medios posibles (que fue lo que se hizo en Chile, desde el gobierno, entre 1970 y 1973) hasta el día cuando abolida la propiedad privada, fuente supuestamente exclusiva de todos los conflictos, desaparezcan las clases sociales, y con ellas la necesidad de toda coacción, puesto que teóricamente ya no habrá (ya no serán posibles) antagonismos de ningún género.


Hasta ese día mítico, cuando las fieras y los corderos andarán juntos, como en el Paraíso antes de la Caída, toda conciliación será una traición, todo arreglo pacífico que no sea una astucia táctica, una demora en la marcha majestuosa e inexorable de la historia hacia su resolución.


Muchos hombres, muchos de ellos respetables, han creído y siguen creyendo firmemente en esta fábula; y entre ellos quienes determinaron el comportamiento de Salvador Allende en la Presidencia de Chile. La democracia, que es antidogmática, comprende que ciertos ánimos sean proclives a tal visión apocalíptica y mesiánica de la historia; y considera además que esas ideas, propagadas pacíficamente, pueden ser estimulantes para el mejoramiento de la sociedad. Admite además la democracia, como obligación principista, que los sostenedores de esas ideas puedan llegar al poder por elecciones, si convencen a suficientes electores para que los favorezcan con sus sufragios. Y esto último sucedió en Chile, con la reserva de que Allende tuvo apenas una mayoría relativa, y que para lograr el perfeccionamiento de su elección por el Congreso fingió aceptar límites a su poder aun más estrictos que los muy claros que ya preveía la Constitución democrática de su país.


Pero la paradoja irresoluble es que los marxistas-leninistas sinceros (o los socialistas democráticos entregados a los marxistas-leninistas, que fue lo que resultó ser Allende) no podrán ver en esa situación más que una ventaja táctica que es preciso explotar para conquistar todo el poder, y en ningún caso un mandato para administrar y mejorar el sistema que les ha delegado una parte del poder. Si se conforman con ejercer el poder que legítimamente les incumbe, se estarán contradiciendo, se estarán traicionando, puesto que ese poder democrático es por su propia naturaleza limítado y pacífico, y ellos requieren un poder totalitario y belicoso. El triunfo electoral democrático, tendrá según ellos que ser superado para alcanzar una suma de poder y una inexpugnabilidad que resultan absolutamente irreconciliables con la democracia. Pero si han calculado mal la correlación de fuerzas reales, como ocurrió en Chile, terminarán en efecto, liquidando la democracia (que es lo que se proponían) pero no en provecho de sus ideas, sino para abrir el paso a una dictadura de otro signo.


En seguida vendrán las quejas amargas y las protestas de fe democrática, pero estas últimas son insinceras, y la amargura es la de quienes han perdido una guerra, no la de quienes buscaron la paz. Porque la visión marxista-lenninsta la dió de una vez por todas Lenin cuando en su ejemplar de Clausewitz, al lado de la frase famosa según la cual la guerra no es sino la continuación de la política(1), por otros medios, escribió de su puño y letra que es más bien la política que es continuación, por otros medios, de la guerra, único estado que, según él, conocerá la sociedad hasta el advenimiento del milenio marxista.


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(1)De la diplomacia dice Clausewitz, es decir de la política internacional, que era
la gran política, para él lo mismo que para Lenin.

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