jueves, septiembre 22, 2005

El "Experimento" chileno (II)

Eduardo Frei había hecho un buen y estimable gobierno, plenamente dentro de la tradición progresista y civilizada de la democracia chilena. Sabía deber su elección de 1964 en buena parte al apoyo de los conservadores, quienes se habían abstenido entonces de lanzar candidato propio por temor de abrir paso al frentismo marxista de Allende. Pero Frei no se había dejado frenar por eso en la ejecución de un programa que no hay más remedio que calificar de aprista, chilenizando la industria de la extracción y refinación del cobre (es decir, nacionalizándola en un 51 por ciento), iniciando una vigorosa y bien concebida reforma agraria, y adelantando una política de fomento y diversificación industrial y de mejor reparto del ingreso. Su gobierno había sido demasiado radical para el gusto de la derecha chilena, pero demasiado moderado para la izquierda de su propio partido demócrata-cristiano, liderizada por Tomic y marginalmente influida por la Revolución Cubana (en sectores que, disidentes, formaron un grupo político propio y apoyaron a Allende en las
elecciones de 1970). Estas objeciones contradictorias son indicio adicional sobre la correcta orientación política dada por Frei a Chile en la coyuntura política chilena, latinoamericana y mundial entre 1964 y 1970.

Justamente por las diferencias de Tomic con Frei, y por el deseo, siempre presente en las colectividades políticas, de sacudirse la dominación de quien ha sido jefe demasiado tiempo, la Democracia Cristiana chilena terminó rechazando la oferta de Alessandri. Al nada más conocerse el resultado de la votación popular, Tomic mismo había tomado la iniciativa de forzar el proceso que terminaría por llevar a Allende a la Presidencia, precipitándose a la casa del candidato marxista a felicitarlo delante de los fotógrafos y los reporteros de la prensa, como si Allende fuera ya el triunfador indiscutible. Frei no podía actuar con firmeza, contrarrestando a Tomic, porque se hubiera interpretado que pretendía servirse a sí mismo, y dentro de la decencia, usual hasta entonces, de la política chilena, tal cosa hubiera equivalido a su anulación como dirigente respetado. Lo más que se logró, finalmente, al perfeccionar la Democracia Cristiana sus votos a la adopción de una reforma constitucional protectora de las libertades de expresión, educativa y religiosa,
y garante de la no interferencia del Ejecutivo en los asuntos militares. Nadie jamás había pensado en Chile que tales garantías fueran expresamente necesarias. Su innovación demuestra hasta que punto había conciencia de que Salvador Allende estaba comprometido, si no consigo mismo, sí con los elementos castristas y guevaristas de la Unidad Popular, a intentar convertir la sociedad democrática, de transacción, de valores compartidos, homogénea, tolerante, respetuosa de las ideas ajenas que efectivamente existía en Chile hasta 1970 (según reconocen hasta algunoa allendistas, tales Martner) en una sociedad marxista-leninista, inspirada a grandes rasgos en el modelo cubano.

Todavía entonces Allende hubiera podido salvar a Chile y alvarse a sí mismo si, aprovechando la victoria de Tomic sobre Frei en la cuestión del perfeccionamiento de la elección presidencial en el Congreso, con todo cuanto eso significaba de apoyo tácito de la Democracia Cristiana al proyecto de mover la sociedad chilena en forma importante hacia un socialismo democrático entre 1970 y 1976, el nuevo Presidente hubiera pactado con los democráta-cristianos sobre la base de las coincidencias teóricas (importantes) entre su propia plataforma electoral y la de Tomic. Esto hubiera causado deserciones en la extrema izquierda de la Unidad Popular (pero también en la derecha de la Democracia Cristiana). Por otra parte, seguramente no hubiera sido saludado internacionalmente como "revolucionario". Más bien Allende en ese caso hubiera tenido que soportar injurias y alegaciones de "traición a la causa del proletariado", y "entreguismo al imperialismo", semejantes a las que debieron escuchar los venezolanos Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez en 1960-63. Posiblemente Allende hubiera tenido que sufrir y reprimir igualmente brotes de violencia, como los que tuvo que enfrentar el gobierno social demócrata venezolano en los años señalados. Pero Salvador Allende estaría vivo, y con él la democracia chilena; y el mundo nunca hubiera oído hablar del General Pinochet.

El cultivo de la discordia

El rechazo arrogante, terminante, irreflexivo a la clara posibilidad de un entendimiento con la Democracia Cristiana demuestra que Allende, por su propia voluntad o por vanidad y debilidad de carácter que hicieron de él instrumento de fuerzas chilenas e internacionales implacables (...) asumió la Presidencia de Chile no para continuar la tradición democrática y reformista de ese país, acentuándola, sino para intentar realizar una ruptura social e institucional, una revolución. Había sido usual en Chile que al asumir el mando un nuevo presidente, tendiera la mano a quienes no habían votado por él, enfatizando su condición de allí en adelante, de "Presidente de todos los chilenos".

Allende comenzó por romper esa tradición, anunciando que él, por su parte, no sería Presidente de todos los chilenos, sino que inspiraría sus actuaciones en la premisa de existir en el seno de la sociedad chilena conflictos de clase irreconciliables.

Y en efecto, desde el primer momento Allende optó por emplear directamente, o tolerar, tácticas de confrontación clasista y una multiplicidad de otros medios dirigidos a "concientizar" al pueblo en el sentido de agravar deliberadamente la lucha de clases(1), y que efectivamente lo lograron, pero a todo el pueblo chileno, de un extremo a otro del abanico social. En tres años de gobierno allendista 40 por ciento de los chilenos llegaron a creer y a decir apasionadamente que el 60 por ciento restante eran un obstáculo perverso y despreciable al progreso y felicidad de la nación, y esto sin duda creó una situación de gran "concientización clasista" en aquel 40 por ciento. Pero también el 60 por ciento en cuestión llegó muy justificadamente a un grado agudo de comprensión anticipada de su destino de "insectos" (Lenin) o "gusanos" (Fidel) si en efecto la sociedad chilena llegaba a ser "revolucionaria" irremisiblemente por la Unidad Popular.

En ese forma se explica que el Chile descrito por Martner se haya convertido en el Chile, irreconocible, que mayoritariamente apoyó con júbilo y alivio el golpe de estado de septiembre de 1973; y que todavía en gran medida (no mayor por la sombría torpeza política del gobierno militar) prefiere Pinochet a las alternativas que estaban implícitas en la continuación del gobierno de Allende. Porque la Unidad Popular un solo (y perverso) éxito, que fue convencer a todos los chilenos de la fatalidad de la tesis marxista sobre la imposibilidad de conciliar los conflictos de clase y la consecuente necesidad de intentar una parte de la sociedad destruir de raíz los valores, las creencias, el estilo de vida de las otras partes. Sólo que ese guión puede jugarse en sentido inverso al previsto por los marxistas, y actuar "preventivamente" las víctimas designadas (y en primer lugar los oficiales de las fuerzas armadas), en "legítima defensa", convirtiéndose en victimarios.

Nadie sino el propio Allende y sus colaboradores pueden ser culpados por semejante trágico desenlace. Toda la retórica pro-allendista, chilena e internacional, de los años 1970-73, y mucho más los análisis post-morten, avanzan la tesis de que la Unidad Popular actuó en forma tolerante, democrática, casi ingenua; y fue víctima de su ejemplar paciencia, indulgencia y respeto a la legalidad, frente a enemigos inescrupulosos y malvados. Pero ni hubo en la parte de verdad que hay en esto ninguna concesión, sino únicamente la necesidad, impuesta por las instituciones y las tradiciones chilenas, de proceder la Unidad Popular tortuosamente en su desafortunado intento por convertir el poder limitado de la Presidencia gradualmente, por etapas, en una dictadura marxista-leninista; ni fue tan inocente el
comportamiento del gobierno allendista desde el primer día.

(Continúa en la próxima entrega...)

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(1)Inclusive una inverosímil "visita de Estado" de Fidel Castro en 1971, durante casi un mes, cuando Fidel recorrió el país de punta a punta arengando multitudes como si él, y no Allende, fuera Presidente de Chile.

Tomado del libro "Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario" de Carlos Rangel

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